El Faro

El Faro

Esperaba impaciente a que se hiciera de noche. Tenía fama de bueno en su trabajo, llevaba allí años y años, guiando a los barcos cuando el sol se ponía, diciéndoles donde estaba la costa, donde estaban aquellas rocas.  Los marineros de la zona decían que no sólo era su guía en las noches de temporal, cuando nadie sabía donde estaba nada, sino que era como una madre, como una esposa, que velaba por ellos, que les indicaba el camino a casa.  Pero nada sabía nadie de sus sentimientos.                                      

Aquella noche el farero pensó que estaba loco, o, al menos, enfermo.  Cuando subió las escaleras, al caer el sol, para comprobar que todo estaba dispuesto la escuchó. Fue una voz tenue, suave. Se asustó, allí no podía haber nadie. Se volvió y tras de él  sólo había una escalera vacía. Subió y todo estaba solo. –Vamos, enciéndeme, por favor.

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