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EL LOCO DEL FARO

                Era una fiesta cuando cada  noche se encendía la luz del faro a la distancia. Esperábamos ese momento con ansias  hiciera calor o frio, hubiera tormenta o el viento azotara impiadosamente nuestros rostros. En ese momento mis hermanos y yo aplaudíamos vigorosamente  y nos quedábamos afuera de la casa  hasta que la luz hubiese dado su giro entero .¡Qué felicidad saber que una noche más el loco del faro estaba allí moviendo las manivelas para que el cielo de la noche se encendiera y guiara los barcos que surcaban el mar  más abajo! . Inútiles eran los gritos desde la casa para que volviéramos adentro. No, había que esperar la vuelta entera para saber que efectivamente el loco estaba allí  haciendo su tarea. Más tarde, después de la cena nos acostábamos y en susurros  nos relatábamos historias  imaginando lo que hacia  el hombrecito trabajando toda la noche mientras nosotros dormíamos. Inútil era proponernos no dormir y salir de madrugada a esperar la última vuelta antes de que se apagara y no brillara hasta la noche siguiente. El sueño siempre nos vencía.

              Y  a  la mañana siguiente salíamos rumbo al colegio  y mirábamos  hacia la torre  elevada sobre la costa  distante varias cuadras de nuestra casa  y teníamos la certeza de que el loco dormía  porque debía descansar hasta la noche siguiente en que volvería a encender la luz y a mover la manivela a un lado y al otro para guiar los barcos que pasaban distantes sobre el mar. Muchas veces nos propusimos llegar hasta la costa pero eso estaba estrictamente prohibido así que nos contentábamos imaginando lo que ocurría allí.  Y cuando el anochecer se acercaba imaginábamos  al hombrecito subir los escalones de a uno hasta alcanzar el punto más alto y volver a su rutina nocturna cotidiana.

         En  la escuela hablábamos entre los compañeros del loco del faro y así lo llamábamos porque solo un loco podría  vivir tan solo y cumplir a diario con esa rutina  conformándose con hablar solo con sí mismo o con los pájaros..

           No pasó mucho tiempo y mi familia se vino a vivir a la gran ciudad. Todas nuestras rutinas cambiaron y solo de tanto en tanto cuando nos juntábamos con mis hermanos  ya adolescentes en alguna reunión familiar recordábamos aquel faro en la lejanía, su luz nocturna y al loco que lo hacia funcionar noche tras noche.

          Cada uno de mis hermanos siguió su camino y yo me hice a la mar con la marina mercante. Ahí volví a tomar contacto con los faros de todo el mundo que nos guiaban en la oscuridad de los mares  para seguir nuestro camino y evitar que nos  estrelláramos  contra la costa. Ahí aprendí a valorar la soledad, y el charlar conmigo mismo ..  Me hice callado y mirar el horizonte sin ningún pensamiento en particular fue mi rutina  aprendida y disfrutada.

              Y resulta que hoy yo soy el loco del faro y no estoy ni tan loco ni tal solo. Con los años volví al sur, a Puerto Piramides y me conchabé en su faro. Aprendí a mirar desde la altura pero también trabe relación con mucha gente del pueblo. Pasa que en el faro funcionaba la estafeta  y muchos se acercaban a remitir los envíos pero se quedaban remoloneando charlando de cosas importantes o superfluas  mates de por medio. Pero cuando el sol  comenzaba a caer éramos solo yo, el mar y la luz. El faro  ya no se prende manualmente como hace años atrás pero a la que hay que vigilar para que no se apague. Subo los escalones  hasta arriba del todo solo cuando hay que hacer alguna reparación  y algunas veces,  muy pocas veces  cuando extraño el horizonte, el infinito horizonte, el sonido del mar y la soledad absoluta.

Modificado por última vez en Viernes, 01 Mayo 2020 15:31

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