El Mar de los otros
Se despertó, como cada día, cerca de las seis, antes de que sonara el reloj. Recorrió la pequeña
habitación con la mirada, las paredes celestes le confirmaron que estaba donde siempre. Observó el
cuadro con el dibujo del faro y no pudo evitar pensar en el pequeño hombrecito atrapado que se
imaginaba cuando era niño. Luego recordó que él también vivía en un faro y prefirió dejar de pensar.
Encendió el fuego y puso a calentar agua para el café. Era una mañana fría como todas. A Eric no le
gustaba el frío aunque no supiera lo que era vivir con más de quince grados. Abrió la puerta para
buscar el diario y el viento, que hasta ese momento era solo un silbido lejano, se hizo presente con
fuerza en la habitación. Cerró rápidamente. Extendió el ejemplar sobre la mesa y las letras en negrita
en la esquina inferior derecha lo sacudieron: "Una nueva predicción de Ana, Pág 6".
Habían pasado dos años desde la última predicción que se había publicado y eso significaba
que por fin habría un tema para la charla de todo el mes. Aunque fuera algo trivial, serviría para
romper la monotonía y el eterno intento de hablar sobre la nada, de interesarse por resultados
deportivos o por la pesca del día, todos temas que lo agobiaban. Solía preguntarse cómo sería eso de
vivir en otro lugar, donde el aire gélido no cortajeara la piel y el sol se desplegara en un cielo abierto
sin obstáculos. Sobre todo pensaba cómo sería el mar de los otros, ese que se veía en las fotos de las
revistas. Ese de aguas turquesas y transparentes, con palmeras vistosas que lo rodeaban como
haciéndole merecidas reverencias. Eric solo conocía este mar, este frío, esta vida de pueblo nórdico
quieto, alejado de todo. Sus preguntas nunca pasaron de confusas elucubraciones en su cabeza, como
el hombrecito del dibujo se sentía atrapado.
Cuando llegó a la página seis leyó en voz alta la profecía: "La luz del faro por fin se apagará
hoy con una muerte segura y el pequeño hombre se liberará cuando los témpanos sean por fín su
hogar" El agua que había puesto a calentar había comenzado a burbujear, pero no podía reaccionar,
buscaba algo que entre las letras le ayudara a comprender. Las predicciones de Ana eran solo eso, una
frase, nunca había algún texto que aclarara más el tema. Pero todas, de alguna manera, se cumplían.
Primero lo negó, cerró el diario, apagó la hornalla y se olvidó del desayuno. Subió a la sala de control
para verificar que todo estuviera en orden, recibió una radio llamada de la zona sur y dijo que todo
estaba bajo control sabiendo que era mentira. Quería contarle al operador de turno que se había
enterado de que su muerte era inevitable, pero tampoco tenía ganas de entablar una conversación.
Colgó el radiotransmisor y continuó registrando datos. Se dió cuenta de todos sus conocimientos y
quiso convencerse de que nadie más podría suplantarlo. ¿De dónde iban a sacar un farero de un día
para el otro? El faro no es para débiles pensó, recordando una frase que siempre le decía su padre.
Tres generaciones de fareros iban a terminar aquel día. Tenía que ir al pueblo y hablar con Ana.
Cerca de la costa se escuchaba el rugir de las olas enfurecidas y el aroma inconfundible de la
espuma rebotando contra las piedras plenas de musgo. Sin embargo el mar permanecía invisible, la
bruma espesa envolvía todo el paisaje. Un manto nuboso cubría el suelo y se extendía difuminando
vegetación y agua. Eric sabía que ese era uno de los estados más peligrosos del mar, cuando no se
dejaba ver, y el faro podía resultar de vida o muerte para las embarcaciones. Observó la masa espesa
que cubría el agua y creyó divisar algún témpano a lo lejos. Pensó en lo ridículo de que un témpano
sea un hogar y se enfureció con Ana por la fatídica y encriptada predicción.
En pocos minutos llegó al pueblo y divisó las casitas. Todas iguales. No tuvo que recorrer
demasiado para encontrar la primera mirada condescendiente. El cartero lo cruzó y se frenó como para
decirle algo pero no supo cómo, bajó la mirada y siguió su camino. Eric sabía que ya todos habían
leído la profecía y que hoy sería el centro de atención. Aceleró el paso y se puso la capucha del abrigo
para intentar ocultarse un poco.
Ana era la dueña del bar, sabía que podía encontrarla temprano recibiendo a los proveedores.
Vió su pelo rojo moverse entre las botellas pero no quiso entrar por miedo a que alguien lo
reconociera y comenzara a improvisar una despedida. Se dirigió a la parte trasera del local y golpeó la
puerta. Después de unos minutos Ana le abrió, le dijo que pasara y le ofreció café. Eric se quedó
mirando la taza sin decir nada, no sabía por dónde empezar, entonces Ana cambió la taza por un vaso
de ron. Va a ser más fácil, le dijo.
“El de la profecía Soy yo, ¿verdad?” le preguntó y la miró a los ojos esperando una respuesta
certera.
“Esa respuesta está en tus manos más que en las mías” respondió Ana. Eric quiso decirle que
sus predicciones eran poco profesionales, que no se entendían si no ponía nombre y apellido, pero no
se animó a escuchar la respuesta.
Solo atinó a otra pregunta “¿Hay algo que pueda hacer?”. “Podes hacer lo que quieras Eric,
siempre pudiste”. Sentenció Ana mientras le sirvió otro poco de ron. Bebió ese último trago y se puso
el abrigo, desde la puerta hizo una pregunta más “¿Estás segura?” Pero Ana no respondió.
En la entrada del bar algunos de los muchachos lo reconocieron y le gritaron que fuera a tomar un
último trago con ellos. Eric no les respondió y comenzó a correr hacia la costa. El viento era más
fuerte, las nubes oscuras se movían con velocidad. La tormenta estaba cerca.
Llegó al faro y subió corriendo de dos en dos los escalones en espiral. Creyó que lo mejor era
continuar hasta la linterna y corroborar que todo estuviera funcionando bien. Ciento cincuenta
escalones más en los que no pensó, solo se impulsó para seguir, probando el límite de su capacidad
física. Una vez arriba, se dobló sobre sus rodillas para recuperar el aire. Observó el paisaje, la
blancura espesa del exterior y las nubes oscuras cada vez más bajas y densas. Encendió la óptica, el
haz del faro se extendió iluminando una gran porción de ese mar inabarcable. El giro de la óptica
hacía un ruido regular que resultaba hipnótico. Sacó su petaca de whisky del bolsillo y bebió un largo
trago. El calor del alcohol en su garganta le devolvió de a poco el color en el rostro. Vió: de un lado el
mar escondido bajo la neblina, del otro, el pueblo eternamente inmobil.
Los vientos arremolinaron las nubes y el cielo se iluminó con el destello de un rayo que cayó
con fuerza sobre la linterna. De inmediato la luz se apagó dejando en la completa oscuridad toda la
porción de agua antes visible. Entonces Eric comprendió que ya no había nada por hacer, esa era una
señal.
Bajó la escalera tan espiralada como sus pensamientos. Pasó por la sala de control y vió el radio
transmisor titilando. Una vez más pensó en hablar con el operador, en escuchar otra voz , pero como
todo últimamente lo vió inutil.
En la costa la lluvia hacía más difícil ver algo pero subió al bote, con la seguridad de que ese
era su destino. Se internó en el mar aún invisible. El frío penetraba las capas de ropa y el agua ya lo
había invadido todo. Como monstruos espumosos las crestas de las olas sacudían la pequeña
embarcación acercandola peligrosamente a la zona de témpanos. No los veía pero podía oler ese frío
tan particular que se generaba cuando uno estaba cerca. El cansancio había tomado cada uno de sus
músculos, se dejó caer en el suelo del bote. El cielo giraba a su alrededor o era su bote el que giraba,
todo era confuso. Se sintió vacío de pensamientos y sentires, creyó saber lo que era la nada. Las
fuerzas se le habían terminado. Cuando entrara en la zona de témpanos el bote sería atraído como un
imán hasta hundirlo inevitablemente.
Desde la oscura soledad del mar apenas se divisaban las luces del pueblo quieto, solitario,
lúgubre, con un detalle: la luz del faro ya no iluminaba.
Recordó el dibujo del faro y el pequeño hombre dentro, se imaginó guiandolo a subirse al
bote que permanecía en la orilla del dibujo. Lo animó a tomar los remos y a salir hacia la nada.
En un lugar determinado, el mar, como si tuviera fronteras visibles, cambiaba de color. El
cielo se abría y dejaba entrar al sol, los peces danzaban bajo el bote que transitaba agua clara y
transparente en la cercanía, turquesa y profunda hacia el horizonte.
Su padre se hubiera enojado al saber que el hombre del faro había salido del cuadro, pero ya
no le importaba. Ahora ese también era su mar.